Feb 21, 2006

Salimos del mar


El otro día en la playa junto a mi hijo PJ observé cuán irresistible es para los humanos acercarse al océano. Para los niños es inevitable meterse al mar. Sonríen con la confiada expresión de quién regresa al hogar. El ambiente acuático y salado tal vez les recuerda su etapa acuática en el vientre de mamá.

Para la mayoría de los adultos el mar es sinónimo de paz, invoca la serenidad y nos ayuda a reflexionar. Tal vez, el origen de la vida misma nos recuerda que fuimos organismos unicelulares que nos trasnformamos por el divino proceso evolutivo para andar erguidos sobre la tierra. Los mamíferos de la sabana africana están cubiertos de pelo, caminan en cuatro patas y no son tan inteligentes como los mamíferos del mar. Dice una anciana científica, de la cuál no recuerdo su nombre, que nuestros hermanos delfines, ballenas, focas y manatíes tiene la piel gruesa y ligera de vellos como nosotros, sus hermanos. Como ella, no puedo creer que decendimos de un árbol allá en las planicies del Serenguetti. Salimos del mar, creo en su teoría. Aquella tarde frente a esa hermosa playa sentí que volvía a casa. Mi hijo y yo saludamos la fuente de la vida. El mar con todas sus criaturas y misterios nos recibió sin reparos, como ayer.

Feb 16, 2006

Reflexión sobre el hogar



Mi casa es ese lugar donde encuentro a mi esposa y mi hijo. Ellos gravitan entre mis cuadros, mis libros, los árboles del patio y la música de la radio. Nuestra casa es ese lugar donde recibimos a nuestros hermanos, familiares y amigos. Un rincón rodeado de vegetación para que nadie vea el tesoro más preciado. La intimidad de mi triángulo amoroso, Padre, Madre, Hijo. Hoy les tomé una foto, como si les robara para mí un instante cotidiano, pasajero e irrepetible que he guardado para aquellos días en que me falle la memoria. Mañana será otro día, pero hoy quiero recordar este momento de mi existencia. Creo que esta debe de ser una de las mejores etapas de mi vida. La sonrisa que se refleja en los rostros de estos seres que tanto amo vale más que todas mis palabras.


Reflexiones


La ciudad

EL rugir de la ciudad siempre me atemoriza. La metrópoli es el escenario caótico donde cada visitante es un personaje entre protagonistas, antagonistas y siluetas pasajeras que transitan sobre las aceras, las plazas y las carreteras. A la sombra de los edificios se ocultan las miserias y los escombros, lo que sobra, lo que ya no sirve, lo dañado, lo invisible. Y entre tanta impureza también se ocultan personas sin rostro a la espera de una oportunidad. Escapar, salir de las sombras, conseguir su sustento y presentarse en sociedad con su mejor sonrisa. Con la apariencia de un salario honesto, con el aliento de la autosuficiencia y el respeto de los ciudadanos. De las sombras también salen los perros sin dueño y la gata muerta de hambre que sueña atrapar virulentas palomas citadinas de plumaje sucio. Al amparo de los edificios sobrevive el tecato soñoliento, el deambulante maloliente y todos los noctámbulos que ocultan su cara al sol.


Entonces levantamos nuestra vista y los rascacielos reflejan en sus espejos la opulencia de las oficinas, la privacidad de los condominios, la exclusividad de los clubes, bufetes y restaurantes. Y vemos los autos deportivos y de lujo circundando las avenidas. Dentro de ellos, con sus ventanas ahumadas sabemos de señores y señoras, abogados, políticos, médicos, ejecutivos y oficiales de la banca. Desde mi orilla veo a otros en espera del transporte público, de un taxi en tránsito contínuo a sus gestiones, a sus trabajos y sus rumbos anodinos. La ciudad ruge. Rumor constante que enloquece poco a poco y te adormece con bocanadas de humo gris. Sirenas como gritos erizan la piel de los novatos, de los que como yo siempre estamos de paso, observando la ciudad desde afuera como espectador de un mundo al que nunca quise entrar.
Pedro L. Cartagena 2006©

Feb 14, 2006

Cuentos

El ojo vacilante

En mi segundo viaje de estudios a Europa pude llevar a mi esposa conmigo. Para nosotros, a pesar de que tenía que trabajar como traductor en algunos museos, este viaje era algo así como una segunda luna de miel. El grupo de turistas era muy variado. Jóvenes universitarios, unos abuelos recién jubilados, un par de lesbianas simpatiquísimas y una señorona viuda, rica y poco conversadora. Además, estaba la guía turística y su compañero, al que nunca se refirió como su esposo a pesar de que ambos llevaban el mismo juego de anillos matrimoniales.

Cuando llegamos a Roma el calor era insoportable. Nos alojaron en un antiguo hotel de precio módico convenientemente cercano al gran coliseo, catedrales y galerías de arte contemporáneo donde mi compañera dejó gran parte de nuestro dinero por adquirir unos garabatos a carbón sobre un lienzo amarillento. Nuestra habitación por tres días quedaba en el sexto y ultimo piso del Hotel Tuscania Inn. Al parecer la estancia era como para alquilarla a familias o para gente que viaja acompañada de sirvientes o ayudantes pues la otra habitación conectaba con la nuestra justo en medio del pasillo entre los baños. Era un lujo tener servicios sanitarios privados pues los inquilinos de los pisos inferiores, tenían que compartirlo con todos los huéspedes del ala en que se encontraran. En la otra habitación, o sea, la contigua a la nuestra, ubicaron a la guía turística y a su compañero de viaje. Ambos cuartos se conectaban por la terraza de este antiguo “penthouse” pero la gerencia del hotel había colocado unas macetas grandes con varias palmeras en miniatura, para separar discretamente los balcones que ofrecían una estupenda vista de la bulliciosa ciudad.

Luego de un sofocante día de caminatas y museos, llegamos al Tuscania Inn exhaustos. Mi esposa decidió darse un baño de tina anticipando lo que debía de ser una noche de amor, lejos de la rutina del hogar y del trabajo. Después de años de monogamia no es muy fácil estimularse y por eso pensé adquirir una de esas pastillas que usan los viejitos para lograr una buena erección. La verdad es que no me atreví a comprarlas, confié en mi fuerza de voluntad y en el amor que sentía por mi pareja. Mientras buscaba algo que ver en la televisión, escuché a mis vecinos hablando sobre las incidencias del día. Se escuchaban muy alegres y a veces los sentía corriendo o jugando en su habitación. Mi cuarto estaba oscuro y de momento noté que por el ojo de la cerradura, en la puerta que separaba nuestras habitaciones, penetraba un rayo de luz proveniente del cuarto de la guía y su compañero. Mi esposa había cerrado la puerta del baño así que me encontraba prácticamente solo. Sigilosamente me acerque al ojo de la llave, que por ser bastante antigua era lo suficientemente grande para mirar al otro lado. Sabía que no era correcto espiar a otras personas, me sentía nervioso pero emocionado al mismo tiempo. Mi esposa podía aparecer repentinamente y ¿qué le diría cuando me viera de rodillas apoyando mis manos sobre la puerta que separaba nuestras habitaciones de hotel? Pero tal vez el pecado, la tentación y la oportunidad, se confabularon para obligarme a echar un vistazo.

Mi ojo vacilante se acerco al ojo de la cerradura. Allí estaba ella, la guía turística, desnudándose frente a lo que imagino era un espejo. Al fondo, su compañero aguardaba sobre la cama y aunque no veía su cara sabía que él también la observaba. Mi esposa cerró las llaves del agua y salté como un conejo asustado hasta llegar a nuestra cama nuevamente. Deseaba intentarlo de nuevo pero ¿cómo saber si ella había terminado de bañarse? Decidí hablarle. Abrí la puerta del baño y ella estaba sumergida hasta la cintura acicalando su cuerpo.

– Tráeme una copa de vino, amor. – Dijo con los ojos cerrados y el rostro cubierto en crema limpiadora. Corrí de inmediato a servirla.
– Voy a cerrar la puerta para que no sientas frío. – Dije con cierta prisa.
– ¿Frío? Si Roma debe de estar ardiendo nuevamente, mi querido Nerón. – Respondió juguetona.

Aún así cerré su puerta y me acerqué, como dije, con mi ojo vacilante al hueco de la cerradura de mis vecinos. ¡Que escena más excitante! Que mujer tan bella, con la blancura de una desnudez perfecta, su cabello rubio ondulaba sobre su espalda salpicada con ligeras gotas de sudor que brillaban al contraste de una lámpara de tenue luz ambarina. La escena más erótica que jamás hubiera imaginado. Cabalgaba lentamente sobre su hombre y él sosteniendo con sus manos las voluptuosas caderas de la hermosa mujer, la manejaba rítmicamente mientras ella arqueaba su cuerpo de placer disfrutando en cada galope las nalgadas que le daba su amante para excitarla aún más.

Mi corazón palpitaba a estallar. Sentía los latidos en mis sienes, mis nervios estaban al máximo de sus sentidos. Mi esposa podía salir en cualquier momento y abrir la puerta sorprendiéndome. Ellos, los que hacían el amor placidamente, podían percatarse de la sombra bajo su puerta. De repente, la guía, como si se sintiera observada giro su cabeza hacia la puerta donde yo me encontraba. Me pareció verla sonreír con malicia. Me asusté tanto que corrí de nuevo a mi cama y cuando mi esposa llegó, la recibí con una erección descomunal. Hicimos el amor como en los viejos tiempos. Mi querida esposa quedó dormida luego de mi gran desempeño. Satisfecho también me fui al baño para cepillarme los dientes y darme un duchazo antes de dormir. Entonces de pie, desnudo frente a la puerta contraria, miré a la cerradura de la puerta y al otro lado, un ojo de mujer, un ojo bello de largas pestañas, vacilaba por el hueco de la cerradura.

Pedro L. Cartagena © 2006
Ceremonia de Premiación 2007
1er Lugar Certamen Literario
Recinto de Río Piedras, Puerto Rico